sábado, 23 de abril de 2011

Maratón on Elm Street

La lucidez ya era historia vieja. La primera botella fue casi de compromiso, pero antes de darnos cuenta ya habíamos entrado en la zona donde el paladar no registra, el estomago no tiene voz ni voto y las palabras brotan en desorden, sin respetar las del otro y los temas componen una sinfonía anárquica, sin jerarquías ni secuencia funcional logrando un sostenido caos oral. En un momento de necesidad innecesaria busqué otra botella de lo que quedara y la descorché automáticamente, deje el corcho en la mesa y vi como Manu lo tomaba, lo olía y lo dejaba sobre una de las fotos que nos había estado mostrando unos minutos antes, una de una playa gris. Lo colocó con mucho cuidado, concienzudamente, junto a otros dos corchos que habían corrido la misma suerte a lo largo de la noche:

– ¿Qué hacés?
– Son las tres carabelas llegando a América.
– Claro…
– Los desvíos en la ruta siempre traen complicaciones.
– Voy al baño.
– ¿Por?
– Querían ir a las Indias, por especias, y acá estamos, quinientos años después buscando el camino.
– Es arriba, ¿no?
– Sí.
– Espero encontrar al menos el camino a casa.

Un tiempo después, difícil de determinar en minutos, el sushi del mediodía, el choripán de hacía media hora, los litros de vino, el helado, o el destino cómplice con mi estomago (que dijo basta), hicieron que me levante con mucho esfuerzo, con algo de dignidad, pero con gran velocidad, y vaya al baño. Apenas entré, el olor a vómito de alguno más débil terminó de dar el veredicto, me agarré firme de la tapa del inodoro, apoyé las rodillas en el piso, y un tsunami espeso, variado y con restos más sólidos de lo esperado (y deseado) salieron desde lo más profundo de mi ser, tuve un instante para tomar una bocanada de aire cual naufrago que no sabe nadar y vino una segunda ola, menos espesa, menos original, más corta, pero del mismo lugar profundo, hubo otras réplicas en la que mis entrañas pedían que dé más ofrenda al Dios inodoro, obedecí (mejor dicho, mi cuerpo y sus espasmos obedecieron sin consultarme). Di todo. Me mojé la cara, hice un buche con pasta de dientes, exhalé profundo, inhalé suave y retorné a la mesa. Todos hablaban frenéticamente, el olor delató que la reunión estaba lejos de terminar, el fuerte olor dulce y vegetal, y el más sutil químico y metálico. Lo que había dejado en el baño se quedó con parte de mi locura, estaba fresco para volver a empezar. Pasaron horas, excesos y empezó a entrar luz por la ventana.

Llegué a casa golpeado, los pulmones reclamaban lo que el estomago ya había logrado siglos antes y una tos se adueño de todo mi cuerpo. Al levantar la persiana las persianas de casa, junto con la claridad rojiza subieron sordos ruidos. Mis oídos latían pasados de estímulos y recostado en la cama, vestido, me costó ignorar zumbidos y vacíos. Cuando mi cuerpo se relajó un poco y sentí que ganaba el sueño: sonó el timbre. Sonó tres veces. No fue una, luego otra y un tercer intento insistente del inesperado e indeseado intruso. Fueron tres timbres seguidos, seguros y sentidos en mi alma. Tres timbres automáticos. Ni despierto ni dormido me levanté más por reflejo que por obligación o interés. Bajando la escalera le pegué de lleno un derechazo al florero sin flores pero con agua que decoraba (idea de una ex-novia) el estrecho paso. Decir que se rompió en mil pedazos sería obvio, pero ante todo poco. La variedad que presenta el vidrio en su estado destruido es llamativa y muy imaginativa. Volvieron a sonar los tres timbres. Tomé el portero eléctrico como si tuviera la culpa de algo y grite:

– ¿Quién es?

No hubo respuesta, me di cuenta que no había apretado el botón interlocutor, repetí la pregunta botón apretado de por medio:

– ¿Quién es?

Del otro lado escuché un ladrido. ¿Un perro era el autor del triple timbre? “Me pasé con las sustancias”, pensé.

– Soy yo, Paula.

Respiré aliviado. Mi novia confirmaba mi cordura.

Paula entró a la casa a toda máquina. Se notaba que había dormido sus ocho horas reglamentarias y se evidenciaba que no tenía el más mínimo registro de que yo ni una. Los primeros quince minutos me habló del doberman marrón del vecino, y de sus miedos (otra vez) a los dobermans y los dogos; los segundos quince minutos me taladró con el florero roto y el desastre de vidrios que este había ocasionado; cinco minutos (extras a los quince del bloque: florero) habló de su alegría por no tener que ver más ese florero, el origen lo condenaba al pobre. Ella sacó las flores un tiempo atrás dejándolo inerte e inútil en el medio del paso. Mí paso. Me enteré que teníamos que almorzar en la casa de su familia. El plan estaba armado desde el miércoles y mi inconsciente, tan consciente de mis no ganas me puso una trampa anoche. Me di una ducha que duró una eternidad. Pero fue poco. Tomé dos aspirinas. Cuando pasé la mano por el espejo para desempañarlo me quedé paralizado, la imagen que se reflejaba no era la mía, no era yo; abrí grande la boca y la cara del espejo me imitó; achiné los ojos mientras acercaba la cara, y pasó idéntica situación del otro lado. Eran mis gestos, mis muecas, pero no era yo. Temblando, sin explicaciones, me vestí en silencio en el cuarto.

– ¿Qué carita? Linda joda anoche ¿no?

Sabía que temprano o tarde vendría el reclamo. Mi cabeza estaba en otro lado.

– Hay olor a encierro y a alcohol…

Abrió la ventana. En algún momento la ciudad se había activado, el ruido que entró distorsionó las palabras del sermón poco original e inútil. La ventana abierta se convirtió en mi protección. Mi escudo. Me agaché para atar los cordones de las zapatillas y di un grito ahogado cuando noté que las manos que ataban los cordones no eran mis manos, la miré a Paula y ella seguía acomodando mi ropa y ordenando todo en su lugar, oliendo las axilas de mis remeras, empezó a hacer la cama y no paraba de hablar no sé de qué; volví a mirar esas manos, estiré los dedos y estiraron los dedos, moví el pulgar derecho y se movió de idéntica manera como mi cerebro había indicado; dije al aire:

– Ya vengo.

Encaré para bajar al living y me encontré con una escalera que no era la mía, el florero de vidrio que había estallado unos minutos atrás había sido reemplazado por otro de cerámica, artesanal, pintado de rojo; la puerta de salida se ubicaba en la pared donde antes estaba la ventana con persiana, y esa ventana con persiana ahora se encontraba en el lugar que solía tener el pasillo que dirigía a la cocina; intenté calmarme; no lo logré; una mano se apoyó en mi hombro y pegué un grito, mi maestra de la escuela primaria, Graciela, pero con la cara de Paula, me hablaba de algo que no lograba entender y me puso esa expresión tan usual cuando en cuarto grado yo no lograba entender la diferencia entre hiato y diptongo; le saqué la mano de mi hombro violentamente y bajé la escalera. Desconcertado busqué la puerta de salida que en el ínterin desapareció; con ganas de llorar me acerqué lento a la cómoda que era bastante parecida a mi cómoda, pero que no era, tomé la foto con marco ostentoso y la analicé: parecía una familia o un grupo de amigos chinos, demasiado heterogéneos para el ojo occidental, una primera fila de chinos jóvenes, sentados en el piso, vestidos de oso panda; detrás, varios adultos con trajes rojos y un característico cuello Mao, dos eran rubios, un rubio imposible; apoyé la foto en el escritorio que ahora ocupaba el lugar donde antes estaba la cómoda y empecé a llorar; de fondo, muy bajito empezó a sonar “Fly me to the moon”, versión Frank Sinatra; vi en cámara lenta caer una lágrima y perderse en la oscuridad antes de tocar el piso; me quedé en cuclillas en ese living sin saber que hacer; era más el tiempo que lloraba que el que reía, pero no me sentía mal, sí un poco desconcertado, a lo que no ayudó ver a Paula preocupada, compasiva dirigirse hacia mí, con paso rengo (¿tropezó en la escalera?), me miró dulce, y con la voz de Marie, la amiga de mi mamá, esa voz tan particular, tan frágil, tan aguda me dijo:

– La lánguida mirada de una mujer albina…
– ¿Qué mujer?
– …que gasta su vida asomada por una ventana que da al patio delantero…
– ¿Qué ventana? ¿Qué patio? –. Yo sabía, se refería a su madre, es decir a ella misma dentro de unos años, cuando sea canosa y este cansada.
– ¿Te estás volviendo broco?
– ¿Loco? – pregunté.
– ¿Sos víctima de la brocura? – insistió.
– ¿Qué carajo decís? ¿Estás loca?

Me habló largo rato: habló del mal de llagas, del cansancio sistémico, de un edificio, un precipicio y de Patricio, mi amigo herido. Le pregunté por el almuerzo y no contestó. Me contó del diente de leche que no quería caerse y del tiempo perdido dos semanas atrás. Le pedí un vaso de agua y me lo trajo. Le conté el plan que tenía para nuestras vacaciones y le gustó. Me acompañó a la cama. Nos abrazamos. Dormí profundo. Dormí una eternidad.